lunes, 29 de marzo de 2010

LOS MARTIRES DE CHICAGO

SAMUEL FIELDEN

Nació en Todmorden, Lancashire (Inglaterra) en 1844; pasó su juventud trabajando en los talleres, y entrando en la edad de la razón, se recibió de Ministro metodista. Fue después nombrado superintendente de las escuelas dominicales de su país natal. En 1864 pasó a Nueva York y trabajo en algunos telares. Al año siguiente se trasladó a Chicago, y desde esa fecha trabajó como jornalero. Ingresó en la Liga Liberal en 1880, donde hizo conocimiento con Spies y Parsons; se declaró socialista y fue uno de los miembros más activos de la Asociación Internacional de los Trabajadores. Era un gran orador y pensador profundo.
DISCURSO:
(Fielden pronunció un discurso muy extenso, por cuya razón no haremos un extracto tan completo como desearíamos, y aún le daremos forma distinta de la dada a los demás a fin de compendiar mejor cuanto dijo).
Empezó recitando una poesía del escritor alemán Freiligrath, titulada La Revolución, y se defendió elocuentemente de que se pretendiera acusarle de revolucionario. En cuanto a juzgarle delincuente por profesar las ideas anarquistas, apeló a la constitución del Estado y sobre todo al derecho natural, superior a todas las constituciones, para pensar libremente, y demostró que era un absurdo condenarle por defender la anarquía y la revolución. La historia de todos los pueblos prueba que toda idea nueva fue y es revolucionaria, y que no se mata la idea suprimiendo a los defensores. Descartados estos dos extremos, dice:
Llegué a los Estados Unidos en 1868. Estuve primero en Ohio y vine a Chicago en 1869. Hay en Chicago bellos monumentos que evidencian un progreso, y es difícil que paséis por una calle donde yo no haya producido algo con mis propias manos. Y por ello he de recordaros que cuando tratasteis de acusarnos lo hicisteis afirmando que nosotros habíamos procurado vivir sin trabajar a costa de las gentes sencillas. El único que después pudo poner en claro este asunto fue Zeller, secretario de la Unión Central Obrera, y cuando se le preguntó si habíamos recibido dinero por hablar y organizar secciones en la Asociación, este hombre, que era traído al proceso para prevenir al pueblo contra nosotros, porque no hay nada que perjudique tanto a un individuo como la prueba de que obra por interés, y es por tanto un mercenario despreciable; cuando llegó el momento, repito, en que este hombre podía declarar la verdad, en que hubiera podido confirmar la acusación, si fuera cierta, cada uno de los que estábais interesados en probarnos aquel hecho os opusisteis a que hablara y aturdisteis la sala con el ruido producido con vuestros zapatos. Nosotros somos juzgados por un jurado que nos cree culpables. Ahora seréis vosotros juzgados por otro jurado que os cree a su vez culpables también.

Y hablando del socialismo decía:
Hallándome en un estado o disposición investigadora y habiendo observado que hay algo injusto en nuestro sistema social, asistí a varias reuniones populares y comparé lo que decían los obreros con mis propias observaciones. Yo reconocí que había algo injusto: mis ideas no me hacían comprender el remedio, pero me condujeron a su determinación con la misma energía que me había llevado hacia aquéllas, años atrás. Siempre hay un periodo en la vida individual en que tal o cual sensación simpática es agitada o sacudida por cualquier otra persona. Aun no bien se ha comprendido la idea, y ya se está convencido de la verdad respondiendo a aquella sensación simpática por otro producida. No de otro modo me ocurrió en mis investigaciones sobre la economía política. Sabía cual era el error, la falsedad, mas no conocía el remedio a los males sociales; pero discutiendo y analizando las cosas y examinando los remedios puestos en boga actualmente, hubo quien me dijo que el socialismo significaba la igualdad de condiciones, y esta fue la enseñanza. Comprendí en seguida aquella verdad, y desde entonces fui socialista. Aprendí cada vez más y más; reconocí la medicina para combatir los males sociales, y como me juzgaba con derecho para propagarla, la propagué. La constitución de los Estados Unidos cuando dice: El derecho a la libre emisión del pensamiento no puede ser negado da a cada ciudadano, reconoce a cada individuo el derecho a expresar sus pensamientos. Yo he invocado los principios del socialismo y de la economía social, y ¿por esta y sólo por esta razón me hallo aquí y soy condenado a muerte? ¿Qué es el socialismo? ¿Es tomar alguno la propiedad de otro? ¿Es eso lo que el socialismo significa en la acepción vulgar de la palabra? No. Si yo contestara a esta pregunta tan brevemente como los adversarios del socialismo, diría que este impide a cualquiera apoderarse de lo que no es suyo. El socialismo es la igualdad; el socialismo reconoce el hecho de que nadie socialmente es responsable de lo que es; de que todos los males sociales son el producto de la pobreza; y el socialismo científico demuestra que todos debemos evitar y combatir el mal dondequiera que se encuentre. No hay ningún criminalista que niegue que todo crimen en su origen es el producto de la miseria. Pues bien; se me acusa de excitar las pasiones, se me acusa de incendiario porque he afirmado que la sociedad actual degrada al hombre hasta reducirlo a la categoría de animal. Andad, id a las casas de los pobres, y los veréis amontonados en el menor espacio posible, respirando una atmósfera infernal de enfermedad y muerte. ¿Creéis que estos hombres tienen verdadera conciencia de lo que hacen? De ningún modo. Es el producto de ciertas condiciones, de determinados medios en que han nacido, lo que les obliga a ser lo que son y nada más que lo que son. Os lo podría demostrar aquí con mil ejemplos.

La cuestión social es una cuestión tan europea como americana. En los grandes centros industriales de los Estados Unidos, el obrero arrastra una vida miserable, la mujer pobre se prostituye para vivir, los niños perecen prematuramente aniquilados por las penosas tareas a que tienen que dedicarse, y una gran parte de los vuestros se empobrece también diariamente. ¿En donde está la diferencia de país a país?

Habéis traído a los reporteros de la prensa burguesa para probar mi lenguaje revolucionario, y yo os he demostrado que a todas nuestras reuniones han acudido o han podido acudir nuestros adversarios para demostrar la falsedad del socialismo; que a nuestros mítines hemos invitado a los representantes de la prensa, de la industria y del comercio, y que casi siempre han dado la callada por respuesta; y, en resumen, os digo que un reportero es un hombre que no depende de sí mismo, que no es libre, que obra a instigación ajena, y lo mismo puede acusarnos de un crimen que proclamarnos los más virtuosos de todos los hombres. Es más; todas las reuniones convocadas por el Grupo Americano fueron de controversia. Un ciudadano de Washington que aquí vino a combatirnos en 1880, nos ha escrito repetidas veces ofreciéndose a declarar que nuestras reuniones no tenían por objeto excitar al pueblo a la rapiña, como decís vosotros, sino simplemente la discusión de las cuestiones económicas. Veinte testigos más estaban dispuestos a confirmar lo mismo. Esto era en el supuesto de que se nos acusara en aquel sentido. Pero vimos aquí que de lo que se nos acusaba realmente era de anarquistas, y por eso no vinieron aquellos testigos, porque no eran necesarios.

Defiéndase después Fielden de las acusaciones de conspiración y asesinato, poniendo unas enfrente de otras las declaraciones de los testigos, citando fechas y lugares y probando hasta la saciedad que era un ardiente propagandista de la anarquía, pero no un criminal. Se le acusaba de haber hecho fuego con un revólver a la policía, y probó con los mismos testimonios de los testigos contrarios que era falso; se le acusaba de haber dicho: Ahí vienen los sanguinarios (aludiendo a la policía), cumplid con vuestro deber y yo cumpliré con el mío; y no sólo demostró que no había pronunciado tales palabras sino también que si las hubiera pronunciado no sería suficiente causa para condernale a muerte; se le acusaba de haber dicho: ¡Suprimid la ley!, y a este propósito dijo:

Recordáis que yo pronuncié estas palabras tomándolas de un discurso de Mr. Foran en el Congreso. Y si es verdad, como dice aquél, que nada se puede hacer por la legislación que se supone favorable a los intereses comunales, nada más lógico que aquella frase. No se puede legislar sin herir los intereses de algunos; necesariamente la ley ha de favorecer unos intereses y perjudicar a otros. Si, pues, nada se puede conseguir por medio de la legislación y centenares de hombres reciben un sueldo anual por hacer las leyes, es lógico y natural que la gran mayoría, que no recibe ningún favor de la ley, prescinda de ella, así como ésta prescinde de dicha mayoría. No es, por tanto, una frase terrible la pronunciada por mí. Si no hubiese estallado la bomba de Haymarket, no se le ocurriría a nadie seguramente que aquella frase fuese terrorífica ni mucho menos.

Además no había necesidad de provocar ningún conflicto la noche del 4, pues el mitin había sido pacífico y el lenguaje de los oradores no pudo ser en modo alguno incendiario.

Por otra parte, la constitución no define ni determina cuál es el lenguaje revolucionario y cuál no, y por tanto, no puede condenar este o el otro. Pero si determinara, ¿nos hacéis tan tontos que no lo tuviéramos en cuenta?

Interrumpido el discurso de Fielden por suspenderse la sesión, lo reanudó a las dos de la tarde, insistiendo en sus apreciaciones acerca de las leyes y analizando minuciosamente los sucesos de Mc. Cormicks, así como la propaganda revolucionaria de todos los tiempos y de todas las ideas en conexión con la propaganda hecha por los anarquistas. Y concluyó con un elocuentísimo periodo cuyos párrafos principales son los siguientes:

Si me juzgáis convicto por haber propagado el socialismo, y yo no lo niego, entonces ahorcadme por decir la verdad...
... Si queréis mi vida por invocar los principios del socialismo y de la anarquía, como yo entiendo y creo honradamente que los he invocado en favor de la humanidad, os la doy contento y creo que el precio es insignificante ante los resultados grandiosos de nuestro sacrificio...
... Yo amo a mis hermanos los trabajadores como a mi mismo. Yo odio la tiranía, la maldad y la injusticia. El siglo XIX comete el crimen de ahorcar a sus mejores amigos. No tardará en sonar la hora del arrepentimiento. Hoy el sol brilla para la humanidad; pero puesto que para nosotros no puede iluminar más dichosos días, me considero feliz al morir, sobre todo si mi muerte puede adelantar un sólo minuto la llegada del venturoso día en que aquél alumbre mejor para los trabajadores. Yo creo que llegará un tiempo en que sobre las ruinas de la corrupción se levantará la esplendorosa mañana del mundo emancipado, libre de todas las maldades, de todos los monstruosos anacronismos de nuestra época y de nuestras caducas instituciones.
Del discurso de Fielden puede decirse que fue el análisis minucioso de la burda comedia preparada por los Bonfield, Grinnell y otros de su calaña.

LOS MARTIRES DE CHICAGO

CARTAS DE LA “ESPOSA” DE PARSONS NINA VAN ZANDT.

Yo no conocía a ninguno de los acusados, cuando, durante la comedia llamada juicio, entré en la sala de sesiones. No tenía acerca de los presos más noticias que las que traían los diarios; así es que esperaba ver a unos hombres estúpidos, viciosos y de aspecto patibulario. ¡Cuál no fue mi sorpresa al ver que, lejos de corresponder a esta descripción, eran inteligentes, bondadosos y de aspecto simpático! Empecé a interesarme y comprendí muy pronto que los señores del tribunal, la policía y los agentes de seguridad procuraban que fuesen condenados aquellos hombres no por haber cometido crimen alguno, pero sí por haber tenido participación en el movimiento socialista.
Presa de un sentimiento de horror ante lo que estaba viendo y oyendo, pero animada también por un sentimiento de justicia, resolví colocarme en el sitio de los acusados. Deseosa de mostrarles mis simpatías y de ver en que podía ser útil a esos desventurados, me dirigí, acompañada de mi madre, a la cárcel sombría donde estaban pasando los calurosos meses de verano. Entonces empezaron mis relaciones con Augusto Spies, relaciones que continuaron durante los meses siguientes.
Todas las personas imparciales deben desear que ambas partes sean oídas antes de que pronuncie su fallo la pública opinión. Pues bien; sólo ha sido oída una de las partes, ya que los periódicos se han negado a publicar artículos rectificando muchas de las afirmaciones vertidas en sus columnas. Al presentar este folleto a mis compatriotas abrigo la firme convicción de que harán justicia a los hechos y a las personas. Faltame añadir que sólo cediendo a los ruegos de sus amigos y a los míos ha autorizado Spies la publicación de su autobiografía.
Nina Van Zandt.
P.D.- Desde que ha empezado a imprimirse este libro, y antes de su terminación, ha ocurrido un incidente que necesita alguna explicación, gracias al carácter especial que ha querido atribuirle una prensa degenerada. Mi simpatía por los acusados hizo germinar en mi corazón un principio de amor por Mr. Spies, y poco después sentía por él una intensa pasión. Como amiga encontraba mil obstáculos a mis visitas; para salvarlos resolvimos que yo declararía ser su novia. Pero pronto supe que sólo las esposas tenían el derecho de ver a sus maridos fuera de los días reglamentarios, y por otra parte nos anunciaron que renunciáramos a vernos en distintos horarios de los marcados en el reglamento. Entonces comprendí que se trataba de privar de mis socorros y de mi compañía a los prisioneros y a mi novio, por cuya pérdida se interesaban muchos; desde entonces Spies y yo resolvimos ser marido y mujer ante la ley. Mis padres no se opusieron a mi casamiento que vino a ser, por lo tanto, un asunto que sólo a dos personas afectaba. Pero una cuadrilla de periodistas, valientes bandidos algunos de ellos, se enfurecieron y me insultaron cuando nuestro casamiento fue del dominio público. Aunque hubiese cometido el crimen más horrendo, esos cumplidos caballeros no me hubieran maltratado como lo han hecho.
“Los mártires de Chicago” de Ricardo Mella
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Si yo fuera una niña pobre y extranjera no hubieran dicho una palabra. Pero soy una joven americana, de familia rica y distinguida, que ha seguido los impulsos de su corazón, y por eso soy una loca que tengo la cabeza trastornada por las novelas.
Si me hubiese casado con un viejo vicioso e inválido, pero poseedor de grandes riquezas, esos moralistas me hubieran colmado de alabanzas y muchos de mis hermanos en Jesucristo dirían a sus hijas: Tomadla por ejemplo. He aquí una joven sensible.
Yo prefiero la censura de esa sociedad moral que no puede comprender un verdadero amor, duplicado por la mancomunidad de ideas y por la desgracia. En cambio me enorgullezco de mis nuevos amigos, que son las personas capaces de apreciar un amor puro y desinteresado.
Nina Van Zandt.
Como prueba de que los acusados tuvieron el inefable consuelo de ser comprendidos por los suyos, reproducimos la carta que la madre de Lingg dirigió a éste antes de su muerte.
Dice así:
Yo también como sabes he luchado duramente para tener pan para ti, para tu hermana y para mí misma, y es tan cierto como ahora existo que después de tu muerte estaré tan orgullosa de ti como lo he estado toda tu vida. Declaro que si yo fuese hombre, hubiese hecho lo mismo que tú.
Una tía de Lingg que no tenía hijos y amaba a Luis entrañablemente, escribía también:
Querido Luis: Suceda lo que quiera, aunque sea lo más malo, no te demuestres débil ante esos miserables.
La esposa de Parsons pronuncio estas su sublimes palabras: Si de mi depende que Alberto pida perdón, que lo ahorquen.
Algunos periódicos americanos indicaron la especie de que los presos habían caído en un gran desaliento y que estaban arrepentidos de su crimen.
Las siguientes cartas, muestra elocuente de profundas convicciones y de una energía superior, es el mentis más solemne que puede darse a esa prensa vanal e hipócrita, que falta de toda noción de humanidad, ha aplaudido ahora la ejecución y antes quiso, apuntando la idea del arrepentimiento, demostrar, no tan sólo la cobardía, sino la confesión de crímenes que no existieron sino en la mente de un jurado prevaricador.

LOS MARTIRES DE CHICAGO

FINAL DE LOS MARTIRES DE CHICAGO

En los anteriores documentos se hecha de ver que entre los sentenciados había desde el más templado socialista hasta el más extremoso anarquista. La situación del socialismo, genéricamente hablando, era en Norteamérica, por aquella fecha, próximamente la misma que en Europa en los primeros tiempos de la Internacional. En esta asociación no sólo andaban confundidos socialistas, anarquistas y sindicalistas, sino que también las palabras socialismo y anarquía no implicaban diferencia esencial. Al principio, los mismos demócratas socialistas actuales invocaban la anarquía.

Lo que antes sucedió en Europa, sucedió luego en América.

Así se explica cierta vaguedad y contradicciones de los procesados en cuanto a las doctrinas se refiere, y así también se comprende cómo tan diversas tendencias coincidieron fácilmente en una acción común.

La burguesía y los tribunales americanos tampoco quisieron hacer distingos; a todos condenaron, porque lo que se proponía era aplastar la cabeza a la fiera proletaria.

Los abogados defensores intentaron que la causa fuese repuesta al estado de sumario. Uno de sus principales fundamentos era la declaración de E. A. Estevens, en que se hacía constar que Otis S. Tabor, reputado comerciante de Chicago y amigo íntimo del alguacil especial Rice, había asegurado que éste le dijera en cierta ocasión que todo estaba preparado convenientemente a fin de constituir un jurado de tal modo que los acusados fueran irremisiblemente llevados a la horca. No obstante esto y los sobrados fundamentos de que disponía dicha defensa, no pudo obtener el cumplimiento de sus generosos deseos.
Entonces se apeló al Tribunal Supremo de Illinois, pero fue también en vano.
De todos los países se dirigieron peticiones de conmutación de pena al gobernador de aquel Estado, también inútilmente. El capitalismo había dicho su última palabra.

La situación de los presos era la siguiente:

Lingg sabía que iba a morir y se decidió a perecer con sus carceleros antes que dejarse matar como un perro por sus verdugos. En su celda tenía dos bombas, la una redonda y la otra un tubo para gas lleno de dinamita y trozos de hierro, con una cápsula en un extremo. Al menor choque, explotaba la dinamita, envolviendo a víctimas y verdugos en su efecto destructor. Habíase hecho un registro en su celda y nada se pudo descubrir.

El sábado a la tarde, Engel intentó envenenarse con una botella de láudano que hacía tiempo le había transmitido su mujer, bebiéndose su contenido. El guardián de Engel vióle en la agonía. Se llamó al médico a toda prisa y se le hizo tomar eméticos, obligándole a ir al patio y permanecer en él durante dos horas. Se le volvió a la vida para ahorcarle tres días después.

Se practicaron entonces nuevos registros, y en la celda de Lingg se encontraron cuatro bombas. Sin embargo, Lingg no se dio por vencido. El domingo escribió una carta altanera burlándose de sus enemigos. Volvióse a registrar su celda y no se halló nada.

El 10 por la mañana, el vigilante de Lingg vióle encender un cigarro con una bujía, e inmediatamente oyóse una detonación. Lanzáronse en la celda, llena de humo. Lingg hallábase tendido en el suelo, con la cabeza abierta por largas y anchas heridas y las carnes del cuello levantadas, rota la mandíbula y agujerado el cráneo.

Todavía agonizaba, bañado en sangre. Al cabo de cinco horas de horribles sufrimientos, expiró.

Se había suicidado con una pequeña cápsula de una pulgada de largo llena de fulminato de mercurio. Un diminuto tubo cubierto con cebo, fácil de ocultar en la palma de la mano, le había dado la muerte. Otros tubos semejantes fueron hallados en su celda. Sin duda estaban destinados a sus compañeros de prisión.
¡Era un héroe!

No han podido ahorcar a Lingg los buitres capitalistas. La memoria de aquel joven vivirá en todos los nobles corazones, recordando cómo un hombre que paga con la vida, sabe burlarse de sus verdugos hasta con la muerte.

Neebe empezó a cumplir su condena de quince años de reclusión.

Schwab y Fielden habían sido indultados de la pena de muerte y recluidos a perpetuidad.

Cuando Fielden y Schwab supieron que les había sido conmutada la pena, la tristeza se apoderó de su ánimo y repitieron que preferían la muerte instantánea a la muerte lenta.

En la cara de Fischer y Engel no asomó muestra de la más pequeña impresión. Spies declama una enérgica arenga contra los asesinos. Engel conversó toda la noche del día diez con el guardia, contándole historietas y propagándole la anarquía. ¿No teméis la muerte?, preguntaba el guardia. Ya lo veis, respondió Engel. Lo mismo que Fischer, tenía Engel el sentimiento de no haber podido hacer lo que había hecho Lingg. Parsons también conversó toda la noche, y cuando no podía, cantaba o se paseaba.

Spies rechazó al cura metodista que le envenenaba los últimos momentos de su vida.

Voy a rogar por vos -dijo el cura.

Rogad por vos, si creéis útil perder el tiempo en eso -respondió Spies-. Después se puso a escribir y luego a conversar con sus dos guardias nocturnos sobre la anarquía, la lucha social y la farsa de los tribunales.

Durante este tiempo el ruido de los martillos anunciaba que en el patio estaban levantado el cadalso.
Todos los acusados han oído perfectamente este ruido -dijo el telégrafo-, pero nadie pareció afectarse.

Al aproximarse el día todos se durmieron profundamente. Cuando se levantaron se dedicaron a escribir y a responder a los numerosos telegramas que recibieron de muchas partes. Engel, visitado de nuevo por el pastor metodista sostuvo con él una discusión teológica. Fischer contó a su guardián que había soñado con su casa de Alemania y que había vuelto a la edad de la infancia, teniendo en su cerebro todos los recuerdos de la niñez.

Mientras tanto, se había levantado en el patio cuatro horcas y los verdugos ensayaban la nueva trampa.

En la cárcel se presentó la esposa de Parsons con sus dos niños y la señorita Holmes.

Solicitó de todo el mundo una última entrevista con su marido y por todos le fue negada. Entonces, viendo a sus niños ateridos de frío y con lágrimas en los ojos, suplicó que los condujeran a la celda de su padre para que les diera el último beso. ¡También esto le fue negado! Resueltamente penetró en la cárcel gritando: ¡Matadme con él! La respuesta fue encerrar a las dos mujeres y a los niños en una habitación desde donde les dijeron que lo verían pronto.

Los guardianes de la cárcel intentaron convencer a Miss Holmes de la necesidad de que llevase a su casa a la compañera de Parsons. Y porque protestó y se negó a hacerlo, se le trató brutalmente, encerrando a todos, incluso a los niños, en celdas de piedra, donde permanecieron hasta las tres de la tarde.

La prensa burguesa dijo que se las había detenido por desacato a la autoridad y por arengar al pueblo, asegurando que se las había tratado muy bien, cuando no se les ofreció ni un vaso de agua y se tuvo la crueldad de anunciarles a las doce próximamente que todo había concluido.

Entretanto había llegado el momento fatal para los condenados.

Fischer entonó La Marsellesa y sus compañeros le contestaron desde sus celdas cantando el himno revolucionario.

A las once y cincuenta minutos se les vino a buscar.

Los cuatro emprendieron el camino cantando La Marsellesa, que resonó en las calles de Chicago, con fúnebre eco, como la última despedida que daban al mundo los que iban a sacrificar sus vidas en holocausto a la emancipación del proletariado.

La vista del tétrico patíbulo no conmovió en lo más mínimo el ánimo sereno de Spies, Parsons, Engel y Fischer, que si bien consagraron, a no dudarlo, un recuerdo a sus esposas e hijos, dedicaron su último pensamiento a la causa por ellos tan querida.

Las últimas palabras pronunciadas por nuestros amigos fueron:
Spies.- ¡Salud, tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que nuestras voces que hoy sofocan con la muerte!
Fischer.- ¡Hoc die Anarchie!
Engel.- ¡Hurra por la anarquía!
Parsons, cuya agonía fue horrorosa, apenas pudo hablar, porque instantáneamente el verdugo apretó el lazo e hizo caer la trampa. Sus últimas palabras fueron estas: ¡Dejad que se oiga la voz del pueblo!

LOS MARTIRES DE CHICAGO

DISCURSO: OSCAR W. NEEBE


Nació en Filadelfia de padres alemanes. Sus padres viven aún. En la época en que Neebe fue arrestado, no vivía de un salario fijo; se dedicaba a trabajos particulares. Desde sus primeros años sintió latir su corazón a favor de los desheredados y fue siempre un excelente organizador de las secciones de oficios, siendo propagandista acérrimo de las ideas socialistas.

Durante los últimos días he podido aprender lo que es la ley, pues antes no lo sabía. Yo ignorabá que podía estar convicto de un crimen por conocer a Spies, Fielden y Parsons. He presidido un mitin en Turner Hall, al que vosotros fuísteis invitados para discutir el anarquismo y el socialismo. Yo estuve, sí, en aquella reunión, en la que no aparecieron los representantes del sistema capitalista actual para discutir con los obreros sus aspiraciones. Yo no lo niego. Tuve también en cierta ocasión el honor de dirigir una manifestación popular, y nunca he visto un número tan grande de hombres en correcta formación y con el más absoluto orden. Aquella manifestación imponente recorrió las calles de la ciudad en son de protesta contra las injusticias sociales. Si esto es un crimen, entonces reconozco que soy un delincuente. Siempre he supuesto que tenía derecho a expresar mis ideas como presidente de un mitin pacífico y como director de una manifestación. Sin embargo se me declara convicto de ese delito, de ese pretendido delito.

En la mañana del 5 de mayo supe que habían sido detenidos Spies y Schwab y entonces fue también cuando tuve la primera noticia de la celebración del mitin de Haymarket durante la tarde anterior. Después que termine mis faenas fui a las oficinas del Arbeiter Zeitung, en donde encontré a la esposa de Parsons y la señorita Holmes. Cuando iba a hablar con la primera de dichas señoras, entró de pronto una manada de bandidos, llamados policías, en cuyos rostros se retrataba la ignorancia y la embriaguez, gente de peor calaña que los peores rufianes de las calles de Chicago. El Mayor Harrison iba con estos piratas y dijo: ¿Quién es el director de este periódico? Los chicos de la imprenta no sabían hablar inglés, y como conocía a Harrison me dirigí a él y le dije: ¿Qué pasa, Mr. Harrison? Necesito -me contestó- revisar el periódico por si contiene un artículo violento. Yo le prometí revisarlos y lo hice en compañía de Mr. Hand, a quien Harrison fue a buscar. Harrison volvió a los pocos minutos y vi bajar la escalera a todos los tipógrafos; otra pandilla de rufianes policíacos entró a tiempo que la esposa de Parsons y la señorita Holmes se hallaban escribiendo. Uno que yo tenía por caballero oficial dijo: ¿Qué hacéis aquí? Y la señorita Holmes respondió: Estoy escribiendo a mi hermano, que es editor de un periódico obrero. Al oír esto aquel oficial, la agarró fuertemente por un brazo, y ante las protestas de aquella señorita, grito: ¡Concluye, zorra, o te arrojo al suelo! Repito aquí estas palabras para que conozcáis el lenguaje de un noble oficial de Chicago. Es uno de los vuestros. Insultáis a las mujeres porque no tenéis valor para insultar a los hombres. Lucy Parsons obtuvo igual tratamiento, a la vez que le aseguraban que no se publicaría más el periódico y que arrojarían por la ventana todo el material de la imprenta. Cuando oí esto, cuando vi que se pretendía destruir lo que era propiedad de los obreros de Chicago, exclamé: Mientras pueda haré que el periódico se publique. Y volví a publicar el periódico; cuando se nos echaron encima los policíacos bandidos y todas las imprentas se negaron a imprimirlo, reunimos fondos y adquirimos imprenta propia, mejor dicho, dos imprentas, se multiplicaron los suscriptores, y en fin, los trabajadores de Chicago cuentan hoy con todo lo necesario para la propaganda. ¡He ahí mi delito!
Otro delito que tengo, y es haber contribuido a organizar varias asociaciones de oficios, poner de mi parte todo lo que pude para obtener sucesivas reducciones en la jornada de trabajo y propagar las ideas socialistas. Desde el año 1865 he trabajado siempre en este sentido.
El 9 de mayo, al volver a mi casa, me dijo mi esposa que habían venido veinticinco policías y que al registrar la casa habían hallado un revólver. Yo no creo que sólo los anarquistas y socialistas tengan armas en sus casas. Hallaron también una bandera roja, de un pie cuadrado, con la que jugaba frecuentemente mi hijo. Se registraron del mismo modo centenares de casas, de las que desaparecieron bastantes relojes y no poco dinero. ¿Sabéis quienes eran los ladrones? Vos lo sabéis, Capitán Schaack. Vuestra compañía es una de las peores de la ciudad. Yo os lo digo frente a frente y muy alto, Capitán Schaack, sois vos uno de ellos. Sois un anarquista a la manera que vosotros lo entendéis. Todos, en este sentido, sois anarquistas.
Habéis hallado en mi casa un revólver y una bandera roja. Habéis probado que organicé asociaciones obreras, que he trabajado por la reducción de horas de trabajo, que he hecho cuanto he podido por volver a publicar el Arbeiter Zeitung: he ahí mis delitos. Pues bien; me apena la idea de que no me ahorquéis, honorables jueces, porque es preferible la muerte rápida a la muerte lenta en que vivimos. Tengo familia, tengo hijos y si saben que su padre ha muerto lo llorarán y recogerán su cuerpo para enterrarlo. Ellos podrán visitar su tumba, pero no podrán en caso contrario entrar en el presidio para besar a un condenado por un delito que no ha cometido. Esto es todo lo que tengo que decir. Yo os lo suplico. Dejadme participar de la suerte de mis compañeros. ¡Ahorcadme con ellos!

LOS MARTIRES DE CHICAGO

DISCURSO: AUGUSTO SPIES


Augusto Vicent Theodore Spies, nació en Laudeck, Hesse, en 1855. Fue a los Estados Unidos en 1872 y a Chicago en 1873, trabajando en su oficio de impresor. En 1875 se interesó mucho por las teorías socialistas; dos años más tarde ingresó en el Partido Socialista y fue redactor del periódico Arbeiter Zeitung en 1880; poco tiempo después sucedió a Paul Grottkan como director del periódico, cuyo cargo desempeñó con gran actividad hasta el día que fue detenido. Desde aquella época (1880) se reconoció en él a uno de los más inteligentes propagandistas de las ideas revolucionarias. Era un ardiente orador, y con frecuencia se le invitaba a hablar en los mítines obreros de las principales ciudades de Illinois.

Al dirigirme a este tribunal lo hago como representante de una clase enfrente de los de otra clase enemiga, y empezaré con las mismas palabras que un personaje veneciano pronunció hace cinco siglos ante el Consejo de los Diez en ocasión semejante:
Mi defensa es vuestra acusación; mis pretendidos crímenes son vuestra historia. Se me acusa de complicidad en un asesinato y se me condena, a pesar de no presentar el Ministerio Público prueba alguna de que yo conozca al que arrojó la bomba ni siquiera de que en tal asunto haya tenido intervención alguna. Sólo el testimonio del procurador del Estado y de Bonfield y las contradictorias declaraciones de Thomson y de Gilmer, testigos pagados por la policía, pueden hacerme pasar como criminal. Y si no existe un hecho que pruebe mi participación o mi responsabilidad en el asunto de la bomba, el veredicto y su ejecución no son más que un crimen maquiavélicamente combinado y fríamente ejecutado, como tantos otros que registra la historia de las persecuciones políticas y religiosas. Se han cometido muchos crímenes jurídicos aún obrando de buena fe los representantes del Estado, creyendo realmente delincuentes a los sentenciados. En esta ocasión ni esa excusa existe. Por sí mismos los representantes del Estado han fabricado la mayor parte de los testimonios, y han elegido un jurado vicioso en su origen. Ante este tribunal, ante el público, yo acuso al Procurador del Estado y a Bonfield de conspiración infame para asesinarnos.
Referiré un incidente que arrojará bastante luz sobre la cuestión. La tarde del mitin de Haymarket, encontré a eso de las ocho a un tal Legner. Este joven me acompañó, no dejándome hasta el momento que bajé de la tribuna, unos cuantos segundos antes de estallar la bomba. El sabe que no vi a Schwab aquella tarde. Sabe también que no tuve la conversación que me atribuye Thomson. Sabe que no baje de la tribuna para encender la mecha de la bomba. ¿Por qué los honorables representantes del Estado, Grinnell y Bonfield, rechazan a este testigo que nada tiene de socialista? Porque probaría el perjurio de Thomson y la falsedad de Gilmer. El nombre de Legner estaba en la lista de los testigos presentados por el Ministerio Público. No fue, sin embargo, citado, y, la razón es obvia. Se le ofrecieron 500 duros porque
abandonase la población, y rechazó indignado el ofrecimiento. Cuando yo preguntaba por Legner nadie sabía de él; ¡el honorable, el honorabilísimo Grinnell me contestaba que él mismo lo había buscado sin conseguir encontrarle! Tres semanas después supe que aquel joven había sido conducido por dos policías a Buffalo, Nueva York. ¡Juzgad quiénes son los asesinos!
Si yo hubiera arrojado la bomba o hubiera sido causa de que se arrojara, o hubiera siquiera sabido algo de ello, no vacilaría en afirmarlo aquí. Cierto que murieron algunos hombres y fueron heridos otros más. ¡Pero así se salvó la vida a centenares de pacíficos ciudadanos! Por esa bomba, en lugar de centenares de viudas y de huérfanos, no hay hoy más que unas cuantas vidas y algunos huérfanos.
Más, decís, habéis publicado artículos sobre la fabricación de dinamita. Y bien; todos los periódicos los han publicado, entre ellos los titulados Tribune y Times, de donde yo los trasladé, en algunas ocasiones, al Arbeiter Zeitung. ¿Por qué no traéis a la barra a los editores de aquellos periódicos?
Me acusáis también de no ser ciudadano de este país. Resido aquí hace tanto tiempo como Grinnell, y soy tan buen ciudadano como él, cuando menos, aunque no quisiera ser comparado con tal personaje.
Grinnell ha apelado innecesariamente al patriotismo del jurado, y yo voy a contestarle con las palabras de un literato inglés: ¡EI patriotismo es el último refugio de los infames!
¿Qué hemos dicho en nuestros discursos y en nuestros escritos? Hemos explicado al pueblo sus condiciones y relaciones sociales; le hemos hecho ver los fenómenos sociales y las circunstancias y leyes bajo las cuales se desenvuelven; por medio de la investigación científica hemos probado hasta la saciedad que el sistema del salario es la causa de todas las iniquidades tan monstruosas que claman al cielo. Nosotros hemos dicho además que el sistema del salario, como forma específica del desenvolvimiento social, habría de dejar paso, por necesidad lógica, a formas más elevadas de civilización; que dicho sistema preparaba el camino y favorecía la fundación de un sistema cooperativo universal, que tal es el SOCIALISMO. Que tal o cual teoría, tal o cual diseño de mejoramiento futuro, no eran materia de elección, sino de necesidad histórica, y que para nosotros la tendencia del progreso era la del ANARQUISMO, esto es, la de una sociedad libre sin clases ni gobernantes, una sociedad de soberanos en la que la libertad y la igualdad económica de todos produciría un equilibrio estable como base y condición del orden natural.
Grinnell ha dicho repetidas veces que es la anarquía la que se trata de sojuzgar. Pues bien; la teoría anarquista pertenece a la filosofía especulativa. Nada se habló de la anarquía en el mitin de Haymarket. En este mitin sólo se trató de la reducción de horas de trabajo. Pero insistid: ¡Es la anarquía la que se juzga! Si así es, por vuestro honor, que me agrada: yo me sentencio porque soy anarquista. Yo creo, como Buckle, como Paine, como Jefferson, como Emerson y Spencer y muchos otros grandes pensadores del siglo, que el estado de castas y de clases, el estado donde unas clases viven a expensas del trabajo de otra clase -a lo cual llamáis orden-, yo creo, sí, que esta bárbara forma de la organización social, con sus robos y sus asesinatos legales, está próxima a desaparecer y dejará pronto paso a una sociedad libre, a la asociación voluntaria o hermandad universal, si lo preferís. ¡Podéis, pues, sentenciarme, honorable juez, pero que al menos se sepa que en Illinois ocho hombres fueron sentenciados a muerte por creer en un bienestar futuro, por no perder la fe en el último triunfo de la Libertad y de la Justicia!
Nosotros hemos predicado el empleo de la dinamita. Sí; nosotros hemos propagado lo que la historia enseña, que las clases gobernantes actuales no han de prestar más atención que su predecesora a la poderosa voz de la razón, que aquéllas apelarán a la fuerza bruta para detener la rápida carrera del progreso. ¿Es o no verdad lo que hemos dicho?
Grinnell ha repetido varias veces que está en un país adelantado. ¡El veredicto corrobora tal aserto!
Este veredicto lanzado contra nosotros es el anatema de las clases ricas sobre sus expoliadas víctimas, el inmenso ejército de los asalariados. Pero si creéis que ahorcándonos podéis contener el movimiento obrero, ese movimiento constante en que se agitan millones de hombres que viven en la miseria, los esclavos del salario; si esperáis salvación y lo creéis, ¡ahorcadnos...! Aquí os halláis sobre un volcán, y allá y acullá y debajo y al lado y en todas partes fermenta la Revolución. Es un fuego subterráneo que todo lo mina. Vosotros no podéis entender esto. No creéis en las artes diabólicas como nuestros antecesores, pero creéis en las conspiraciones, creéis que todo esto es la obra de los conspiradores. Os asemejáis al niño que busca su imagen detrás del espejo. Lo que veis en nuestro movimiento, lo que os asusta, es el reflejo de vuestra maligna conciencia. ¿Queréis destruir a los agitadores? Pues aniquilad a los patronos que amasan sus fortunas con el trabajo de los obreros, acabad con los terratenientes que amontonan sus tesoros con las rentas que arrancan a los miserables y escuálidos labradores, suprimid las máquinas que revolucionan la industria y la agricultura, que multiplican la producción, arruinan al productor y enriquecen a las naciones; mientras el creador de todas esas cosas ande en medio, mientras el Estado prevalezca, el hambre será el suplicio social. Suprimid el ferrocarril, el telégrafo, el teléfono, la navegación y el vapor, suprimíos vosotros mismos, porque excitáis el espíritu revolucionario...
... ¡Vosotros y sólo vosotros sois los conspiradores y los agitadores!
Ya he expuesto mis ideas. Ellas constituyen una parte de mí mismo. No puedo prescindir de ellas, y aunque quisiera no podría. Y si pensáis que habréis de aniquilar estas ideas, que ganan más y más terreno cada día, mandándonos a la horca; si una vez más aplicáis la pena de muerte por atreverse a decir la verdad -y os desafiamos a que demostréis que hemos mentido alguna vez-, yo os digo: si la muerte es la pena que imponéis por proclamar la verdad, entonces estoy dispuesto a pagar tan costoso precio. ¡Ahorcadnos! La verdad crucificada en Sócrates, en Crísto, en Giordano Bruno, en Juan de Huss, en Galileo, vive todavía; éstos y otros muchos nos han precedido en el pasado. ¡Nosotros estamos prontos a seguirles!
El discurso de Spies, interrumpido sin cesar por el juez, duró más de dos horas. Hablaba con fervoroso entusiasmo y las interrupciones hacíanle más enérgico y elocuente.

LOS MARTIRES DE CHICAGO

DISCURSO: ADOLFO FISCHER


Era natural de Alemania y tenía treinta años cuando lo ahorcaron. A los diez años emigró con su familia a los Estados Unidos y aprendió el oficio de tipógrafo en Nashville (Tenesee). Desde muy joven profesó ideas socialistas. Adelantando en su educación sociológica, fue poco después editor y propietario del periódico Staats Zeitung, que se publicó en Little Rock (Arkansas). En 1881 vendió el periódico y se trasladó a Chicago, en donde trabajó de impresor, fundando después un periódico defensor de las ideas más avanzadas en el campo socialista. Desde entonces su reconocida ilustración le llevó al desempeño de difíciles comisiones en el seno de la organización obrera.

No hablaré mucho. Solamente tengo que protestar contra la pena de muerte que me imponéis, porque no he cometido crimen alguno. He sido tratado aquí como asesino y sólo se me ha probado que soy anarquista. Pues repito que protesto contra esa bárbara pena, porque no me habéis probado crimen alguno. Pero si yo he de ser ahorcado por profesar las ideas anarquistas, por mi amor a la libertad, a la igualdad y a la fraternidad, entonces no tengo nada que objetar. Si la muerte es la pena correlativa a nuestra ardiente pasión por la libertad de la especie humana, entonces, yo lo digo muy alto, disponed de mi vida.
Aunque soy uno de los que prepararon el mitin de Haymarket, nada tengo que ver con el asunto de la bomba. Yo no niego que he concurrido a aquel mitin, pero aquel mitin...
(Al llegar a este punto, el defensor, Mr. Salomón, le llama aparte y le aconseja que no continúe en aquel tono. Entonces Fischer, volviéndose la espalda, dice: Sois muy bondadoso, Mr. Salomón. Sé muy bien lo que digo, y continuó.)
Ahora bien; el mitin de Haymarket no fue convocado para cometer ningún crimen; fue, por el contrario, convocado para protestar contra los atropellos y asesinatos de la policía en la factoría de Mc. Cormicks.

El testigo Waller y otros han afirmado aquí que pocas horas después de aquellos sucesos habíamos tenido una reunión previa para tomar la iniciativa y convocar una manifestación popular. Waller presidió esta reunión y él mismo propuso la idea del mitin en Haymarket. También fue él quien me indicó para que me hiciera cargo de buscar oradores y redactar las circulares. Cumplí este encargo invitando a Spies a que hablara en el mitin y mandando imprimir 25,000 circulares. En el original aparecían las palabras ¡Trabajadores, acudid armados! Yo tenía mis motivos para escribirlas, porque no quería que, como en otras ocasiones, los trabajadores fueran ametrallados indefensos. Cuando Spies vio dicho original se negó a tomar parte en el mitin si no se suprimían aquellas palabras. Yo deferí a sus deseos y Spies habló en Haymarket. Esto es todo lo que tengo que ver en el asunto del mitin...

Yo no he cometido en mi vida ningún crimen. Pero aquí hay un individuo que está en camino de llegar a ser un criminal y un asesino, y ese individuo es Mr. Grinnell, que ha comprado testigos falsos a fin de poder sentenciarnos a muerte. Yo lo denuncio aquí públicamente. Si creéis que con este bárbaro veredicto aniquiláis a los anarquistas y a la anarquía, estáis en un error, porque los anarquistas están dispuestos siempre a morir por sus principios, y éstos son inmortales... Este veredicto es un golpe de muerte dado a la libertad de imprenta, a la libertad de pensamiento, a la libertad de palabra, en este país. El pueblo tomará nota de ello. Es cuanto tengo que decir.

LOS MARTIRES DE CHICAGO

CARTA DE PEDRO KROPOTKIN

Como documento de verdadero interés, reproducimos la siguiente carta de Pedro Kropotkin:

Señor editor del New York Herald:

La sentencia de Chicago indica que el conflicto está tomando en América una proporción más aguda y un giro más brutal que jamás lo tuvo en Europa. Las primeras páginas de esta historia empiezan con un acto de represalias del peor género. Una buena dosis de venganza, pero ningún hecho concreto, es todo lo que se infiere del proceso de Chicago.

He leído con atención los datos de la causa; he pesado con detenimiento los indicios y la evidencia, y no titubeo en asegurar que semejante sentencia sólo puede hallarse en Europa después de las represalias llevadas a término por los Consejos de guerra a raíz de la derrota de la Commune de París, en 1871, el terror blanco de la restauración borbónica de 1815, se queda muy atrás.

Estoy completamente conforme con las misivas dirigidas al embajador americano por el Ayuntamiento de París y el Consejo general del Sena en favor de los anarquistas sentenciados. Pero el tribunal de Chicago no tiene la excusa que tenían los consejos de guerra de Versalles, a saber: la excitación de las pasiones producida por una guerra civil después de una gran derrota nacional.

Es evidente, por de pronto, que ninguno de los siete acusados ha arrojado bomba alguna. Está por demás probado que algunos ya se habían marchado al cargar furiosamente la policía sobre la multitud. Todavía más: el fiscal no sostiene que la bomba fue arrojada por cualquiera de los siete acusados, puesto que de ese hecho acusa a otra persona que no está bajo la acción de la justicia.

Sólo Spies es acusado de haber entregado una mecha para poner fuego a la bomba, pero el único hombre que de ello da testimonio es un tal Gilmer, cuya mala reputación es bien sabida y cuya costumbre de mentir ha sido afirmada por diez personas que habían vivido con él. Además el mismo Gilmer declara haber recibido dinero de la policía.

Después de los sucesos de Haymarket, los cuerpos colegisladores de Illinois promulgaron una ley contra los dinamiteros y están ahora a punto de promulgar otra contra toda clase de conspiradores. Según esta última ley, cualquier acto relacionado con la fabricación de bombas, aunque tenga fines legales, será considerado como criminal. Acaba, pues, de ser destruido uno de los principales artículos de la Constitución. Según reza la futura ley, cualquier incidente que dé por resultado un acto ilegal, será también considerado como delito.

No hace falta probar que la persona que comete un acto ilegal puede haber leído artículos o escuchado discursos que aconsejaban cometerlo, y así ahora todos esos artículos y discursos serán responsables de dicho acto. Queda virtualmente suprimida la libertad de hablar y de escribir. Del mismo modo la ley francesa reconoce una relación directa entre la excitación por medio de la palabra, hablada o escrita y el acto ejecutado.
La nueva ley del Illinois me interesa poco en sí misma y sólo deseo que conste lo siguiente: Siete anarquistas de Chicago han sido condenados a muerte gracias a un simulacro de la ley que aún no lo era en 1886, cuando se cometieron los hechos de que se les acusa. La referida ley fue propuesta con el propósito de ser aplicada en el proceso de Chicago, y su primer efecto será matar a siete anarquistas.
Soy de usted afectísimo.
P. Kropotkin