lunes, 29 de marzo de 2010

LOS MARTIRES DE CHICAGO

FINAL DE LOS MARTIRES DE CHICAGO

En los anteriores documentos se hecha de ver que entre los sentenciados había desde el más templado socialista hasta el más extremoso anarquista. La situación del socialismo, genéricamente hablando, era en Norteamérica, por aquella fecha, próximamente la misma que en Europa en los primeros tiempos de la Internacional. En esta asociación no sólo andaban confundidos socialistas, anarquistas y sindicalistas, sino que también las palabras socialismo y anarquía no implicaban diferencia esencial. Al principio, los mismos demócratas socialistas actuales invocaban la anarquía.

Lo que antes sucedió en Europa, sucedió luego en América.

Así se explica cierta vaguedad y contradicciones de los procesados en cuanto a las doctrinas se refiere, y así también se comprende cómo tan diversas tendencias coincidieron fácilmente en una acción común.

La burguesía y los tribunales americanos tampoco quisieron hacer distingos; a todos condenaron, porque lo que se proponía era aplastar la cabeza a la fiera proletaria.

Los abogados defensores intentaron que la causa fuese repuesta al estado de sumario. Uno de sus principales fundamentos era la declaración de E. A. Estevens, en que se hacía constar que Otis S. Tabor, reputado comerciante de Chicago y amigo íntimo del alguacil especial Rice, había asegurado que éste le dijera en cierta ocasión que todo estaba preparado convenientemente a fin de constituir un jurado de tal modo que los acusados fueran irremisiblemente llevados a la horca. No obstante esto y los sobrados fundamentos de que disponía dicha defensa, no pudo obtener el cumplimiento de sus generosos deseos.
Entonces se apeló al Tribunal Supremo de Illinois, pero fue también en vano.
De todos los países se dirigieron peticiones de conmutación de pena al gobernador de aquel Estado, también inútilmente. El capitalismo había dicho su última palabra.

La situación de los presos era la siguiente:

Lingg sabía que iba a morir y se decidió a perecer con sus carceleros antes que dejarse matar como un perro por sus verdugos. En su celda tenía dos bombas, la una redonda y la otra un tubo para gas lleno de dinamita y trozos de hierro, con una cápsula en un extremo. Al menor choque, explotaba la dinamita, envolviendo a víctimas y verdugos en su efecto destructor. Habíase hecho un registro en su celda y nada se pudo descubrir.

El sábado a la tarde, Engel intentó envenenarse con una botella de láudano que hacía tiempo le había transmitido su mujer, bebiéndose su contenido. El guardián de Engel vióle en la agonía. Se llamó al médico a toda prisa y se le hizo tomar eméticos, obligándole a ir al patio y permanecer en él durante dos horas. Se le volvió a la vida para ahorcarle tres días después.

Se practicaron entonces nuevos registros, y en la celda de Lingg se encontraron cuatro bombas. Sin embargo, Lingg no se dio por vencido. El domingo escribió una carta altanera burlándose de sus enemigos. Volvióse a registrar su celda y no se halló nada.

El 10 por la mañana, el vigilante de Lingg vióle encender un cigarro con una bujía, e inmediatamente oyóse una detonación. Lanzáronse en la celda, llena de humo. Lingg hallábase tendido en el suelo, con la cabeza abierta por largas y anchas heridas y las carnes del cuello levantadas, rota la mandíbula y agujerado el cráneo.

Todavía agonizaba, bañado en sangre. Al cabo de cinco horas de horribles sufrimientos, expiró.

Se había suicidado con una pequeña cápsula de una pulgada de largo llena de fulminato de mercurio. Un diminuto tubo cubierto con cebo, fácil de ocultar en la palma de la mano, le había dado la muerte. Otros tubos semejantes fueron hallados en su celda. Sin duda estaban destinados a sus compañeros de prisión.
¡Era un héroe!

No han podido ahorcar a Lingg los buitres capitalistas. La memoria de aquel joven vivirá en todos los nobles corazones, recordando cómo un hombre que paga con la vida, sabe burlarse de sus verdugos hasta con la muerte.

Neebe empezó a cumplir su condena de quince años de reclusión.

Schwab y Fielden habían sido indultados de la pena de muerte y recluidos a perpetuidad.

Cuando Fielden y Schwab supieron que les había sido conmutada la pena, la tristeza se apoderó de su ánimo y repitieron que preferían la muerte instantánea a la muerte lenta.

En la cara de Fischer y Engel no asomó muestra de la más pequeña impresión. Spies declama una enérgica arenga contra los asesinos. Engel conversó toda la noche del día diez con el guardia, contándole historietas y propagándole la anarquía. ¿No teméis la muerte?, preguntaba el guardia. Ya lo veis, respondió Engel. Lo mismo que Fischer, tenía Engel el sentimiento de no haber podido hacer lo que había hecho Lingg. Parsons también conversó toda la noche, y cuando no podía, cantaba o se paseaba.

Spies rechazó al cura metodista que le envenenaba los últimos momentos de su vida.

Voy a rogar por vos -dijo el cura.

Rogad por vos, si creéis útil perder el tiempo en eso -respondió Spies-. Después se puso a escribir y luego a conversar con sus dos guardias nocturnos sobre la anarquía, la lucha social y la farsa de los tribunales.

Durante este tiempo el ruido de los martillos anunciaba que en el patio estaban levantado el cadalso.
Todos los acusados han oído perfectamente este ruido -dijo el telégrafo-, pero nadie pareció afectarse.

Al aproximarse el día todos se durmieron profundamente. Cuando se levantaron se dedicaron a escribir y a responder a los numerosos telegramas que recibieron de muchas partes. Engel, visitado de nuevo por el pastor metodista sostuvo con él una discusión teológica. Fischer contó a su guardián que había soñado con su casa de Alemania y que había vuelto a la edad de la infancia, teniendo en su cerebro todos los recuerdos de la niñez.

Mientras tanto, se había levantado en el patio cuatro horcas y los verdugos ensayaban la nueva trampa.

En la cárcel se presentó la esposa de Parsons con sus dos niños y la señorita Holmes.

Solicitó de todo el mundo una última entrevista con su marido y por todos le fue negada. Entonces, viendo a sus niños ateridos de frío y con lágrimas en los ojos, suplicó que los condujeran a la celda de su padre para que les diera el último beso. ¡También esto le fue negado! Resueltamente penetró en la cárcel gritando: ¡Matadme con él! La respuesta fue encerrar a las dos mujeres y a los niños en una habitación desde donde les dijeron que lo verían pronto.

Los guardianes de la cárcel intentaron convencer a Miss Holmes de la necesidad de que llevase a su casa a la compañera de Parsons. Y porque protestó y se negó a hacerlo, se le trató brutalmente, encerrando a todos, incluso a los niños, en celdas de piedra, donde permanecieron hasta las tres de la tarde.

La prensa burguesa dijo que se las había detenido por desacato a la autoridad y por arengar al pueblo, asegurando que se las había tratado muy bien, cuando no se les ofreció ni un vaso de agua y se tuvo la crueldad de anunciarles a las doce próximamente que todo había concluido.

Entretanto había llegado el momento fatal para los condenados.

Fischer entonó La Marsellesa y sus compañeros le contestaron desde sus celdas cantando el himno revolucionario.

A las once y cincuenta minutos se les vino a buscar.

Los cuatro emprendieron el camino cantando La Marsellesa, que resonó en las calles de Chicago, con fúnebre eco, como la última despedida que daban al mundo los que iban a sacrificar sus vidas en holocausto a la emancipación del proletariado.

La vista del tétrico patíbulo no conmovió en lo más mínimo el ánimo sereno de Spies, Parsons, Engel y Fischer, que si bien consagraron, a no dudarlo, un recuerdo a sus esposas e hijos, dedicaron su último pensamiento a la causa por ellos tan querida.

Las últimas palabras pronunciadas por nuestros amigos fueron:
Spies.- ¡Salud, tiempo en que nuestro silencio será más poderoso que nuestras voces que hoy sofocan con la muerte!
Fischer.- ¡Hoc die Anarchie!
Engel.- ¡Hurra por la anarquía!
Parsons, cuya agonía fue horrorosa, apenas pudo hablar, porque instantáneamente el verdugo apretó el lazo e hizo caer la trampa. Sus últimas palabras fueron estas: ¡Dejad que se oiga la voz del pueblo!

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